domingo, 20 de diciembre de 2009

Diez días en un manicomio en Revista de Letras


Investigando en la fábrica del desquicio: Diez días en un manicomio por Jordi Corominas i Julián

Observo con detenimiento la fotografía de Nellie Bly. Parece joven y su pose para la imagen transmite fuerza y determinación. Su mirada trasluce inteligencia y un aire entre cándido y arrogante, como si supiera de su tarea pionera en el periodismo femenino. Es femenina, tiene cintura casi de avispa y viste con elegancia al uso, dama burguesa que ha ganado su posición con valentía.

Hace un mes escribíamos en estas mismas páginas sobre la buena noticia a nivel editorial que supone la aparición de editoriales centradas en una literatura concreta. Si Nevski Prospects ama a Rusia, Ediciones Buck adora a Norteamérica. Por una vez la Guerra Fría produce ilusión. No habrá Vietnam ni tanques en Hungría, sólo el envite diario de recuperar textos de calidad olvidados en el cajón de la ceguera histórica, obras que prescinden de a buenas horas mangas verdes y muestran al público su imperecedera valía, verdadero motor que sigue dándoles marchamo e interés contemporáneo.

Diez días en un manicomio narra la odisea encargada de Nellie Bly en algunos de los bajos fondos institucionalizados de la ciudad de Nueva York antes de los rascacielos. En 1887 el periódico donde trabajaba le encargó investigar sobre cómo era la vida en una institución de enfermos mentales. La encorajaron y le concedieron un buen margen de tiempo para emprender tamaña aventura sin temor. Cuando se sintió preparada decidió empezar su edificio yendo a transcurrir una noche en un hogar temporal para mujeres trabajadoras ubicado en el número 84 de la Segunda Avenida. Desde las primeras páginas del volumen, la autora nos habla con extrema naturalidad, sinceridad desarmante que acentúa la empatía con lo vivido por la chica de Pennsylvania, quien una vez accede al primer punto de su viaje inicia su camino hacia la falsa locura para llamar la atención y ser expulsada hacia el juzgado policial, Bellevue y la isla de Blackwell, ghetto para locos y dementes. Lo conseguirá después de pasar una noche en blanco, un cara a cara consigo misma a la espera de resultados, e inventarse una paranoia sobre unos inexistentes baúles. El martillo del juez aconsejará, tras una cómica mención a Cuba, trasladarla al hospital, donde la declararán apta para ingresar en el aislamiento reservado a los que por sus condición psíquica no merecen vivir con el resto de los mortales. Este tramo previo a la experiencia del manicomio desvela la ignorancia primigenia de un mundo sin conocimiento científico que deja seducirse por certezas de sabiduría popular, idóneas para que una mujer inteligente las desmonte en un abrir y cerrar de ojos, como ocurre cuando el magistrado bromea sobre la gran Antilla y la protagonista halla el perfecto ardid para justificar su locura. Sí, ella proviene de la periferia habanera y, ¿quién podría dudarlo?, habla castellano. Asimismo que la candidata a la camisa de fuerza tenga las pupilas dilatadas es señal de drogadicción, no de vista corta. Así pues, supongo que no les resultará complicado entender cómo la periodista va derribando barreras en su empecinada carrera para franquear las puertas del abismo. Tiene luces y dialoga con memos, gente soberbia que prescinde de penetrar en el alma al creer en una superioridad estéril, refugio idóneo del poderoso incapaz de aceptar su mediocridad.



El averno terrenal: El manicomio y la matanza de los inocentes

Tengo la suerte de tratar con muchas personas mayores que mantienen un pulso diario con la actualidad. Su concepción de ciertas enfermedades es maravillosa. Ahora usan términos para cualquier cosa, antes si alguien tenía un trastorno depresivo se curaba solo, con el paso del tiempo. Sí, les respondo, y muchos padecieron más y fueron internados sin ningún tipo de justificación. En Italia Trieste tiene fama de ciudad maldita. Durante parte del siglo XX se llevó la palma en suicidios por habitante, y su famoso viento era la excusa que explicaba el aforo completo de sus sanatorios mentales. Sombreros napoléonicos y gritos en la oscuridad. Un buen día decidieron sacar a los reclusos a la calle y su condición mejoró para mayor desgracia del mito maldito de ese puerto fronterizo entre el Mediterráneo y la Europa germánica.

Mencionamos la pasada centuria, pero en los Estados Unidos de 1887, un país que aun no era la primera potencia mundial por meras cuestiones estadísticas, estos futuros avances eran quimeras impensables en el horizonte. Nellie Bly, con el mismo nombre aunque oculta con el apellido Brown, descubre en el Hades de Blackwell un microcosmos corrupto, insano y deleznable. La intrépida reportera cambia su táctica y deja la comedia para comportarse con normalidad. Dice las cosas a la cara, recibe desdén y la sospecha por parte de las mal llamadas enfermeras de sufrir un serio desequilibrio, irremediable. A su alrededor el caos reina impertérrito. La higiene es una bañera con la misma agua fría para todas las pacientes, las telas son nimias, la comida una roca intragable, los maltratos contundentes, el frío atroz. Por si esto no fuera poco, nadie se preocupa por las pacientes. El síntoma más claro de la imposibilidad de escapar a una segura condena es el trato dispensado a una alemana que no entiende ni una palabra de inglés. Como no puede comunicarse se la deja en manos de Dios, que es lo que corresponde a las chaladas, penar por los pasillos de la mansión hasta que la muerte las separe de esa agonía vital. Escuchar está prohibido. Sí, hay médicos, despreocupados, sentados en su despachos como si la música sonara lejana y no en las mismas paredes donde tienen que emitir diagnósticos y soluciones para devolver la cordura a su rebaño.

Todos estos elementos eran la perfecta conjura para desestabilizar definitivamente a las pobres que habían dado con sus huesos en esa pocilga de monstruos con bata. Crucemos el charco y adelantemos la cronología un año. En Londres, nuestro asesino favorito campa a sus anchas por la podredumbre de Whitechapel. Putas muertas, alarma en los medios. George Bernard Shaw definió a Jack el destripador como un gran reformador social. El barrio recibió atenciones, se demolieron edificios y se establecieron políticas para subsanar el grito amargo del East End y humanizar el desecho que las autoridades ignoraron durante decenios. Nellie Bly no usó cuchillos. Tampoco degolló. Su ejercicio de gonzo antes del gonzo, repetido en otras ocasiones como podemos apreciar al final del libro, destapó el hedor de la cloaca y lo hizo público. No existe la redención en el infierno si sus custodios permanecen pasivos. Las vejaciones infringidas a esas mujeres no tienen perdón. Las drogaban anulando su personalidad y dominaban su reloj para desactivarlas, como si fueran inútiles bombas de relojería. Las horas del manicomio eran la nada multiplicada por mil. Al no poder desarrollar ninguna actividad desnudaban el cerebro hasta hacerlo trizas, el cometido clínico de las lumbreras que dirigían el establecimiento consistía en ejercer de sádicos carceleros, guardianes de carne desquiciada en movimiento, inopia carente de cinco sentidos a base de un laissez faire laissez passer poco económico, demasiado brutal para que encaje en las coordenadas de nuestra especie. Los hombres transformaban a sus semejantes en bestias y se regocijaban con su asfixiante miseria de salario mensual y pan blanco en abundancia. El hombre es un lobo para el hombre.

La acción de la periodista se enmarca en el buen hacer de su profesión que permite avanzar porque denuncia y logra cancelar lo más abominable de nuestra condición. La investigación de Nellie sirvió para destinar más fondos a los sanatorios y suscitar el debate sobre lo que acaecía en los lugares vetados al ojo común.

Ciento veinte años después leemos su manuscrito y la admiramos. Por su estilo directo, por sus ovarios bien puestos y por transmitirnos tanto con mucha simplicidad. Bly, de la que en breve recibiremos más material con la publicación de La vuelta al mundo en 72 días, no tuvo miedo en adentrarse a las profundidades de un abismo recóndito. Sus veinte años, efeméride que da más altura a sus pesquisas, se revelaron un prodigio de inteligencia y savoir faire. Burló la férrea hipocresía de los mandamases y salió victoriosa de un lance muy arriesgado. En 2009 su osadía ha cedido el puesto al espectáculo puro y duro. Unos callejean, otros venden humo investigativo para sorprendernos con banalidades. Y los de siempre, aquellos que ostentan el cetro y sonríen en las fotografías de los rotativos enfundados en sus tristes corbatas, caminan despreocupados porque quizá hemos olvidado que la labor detectivesca en el campo periodístico ha de ser la plataforma para la mejora de nuestra civilización y no un mero alarde ególatra de palmaditas en la espalda. Lean a Nellie Bly y aprendan, quizá el pasado sirva para construir futuros.

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