viernes, 9 de julio de 2010

La promesa de Friedich Dürrenmatt


El reloj de cuco, el investigador y la gasolinera: La promesa de Friedich Dürrenmatt por Jordi Corominas i Julián

Suiza no es de este mundo. Sabemos que hace frío y que con tanta paz poco han inventado. Ya sabéis, la noria de Viena y el reloj de cuco. Cuando ocurre algún suceso luctuoso saltan las alarmas y lo anodino se rompe en mil pedazos, provocando insanas obsesiones capaces de desdibujar una existencia. Estas líneas iniciales podrían resumir la esencia de La promesa, novela que Friedich Dürrenmatt escribió por encargo en 1957. Por aquel entonces gran parte de la Confederación Helvética estaba escandalizada ante el creciente número de agresiones sexuales a niños. Ese era el tema a tratar, y el excelso dramaturgo optó por abordarlo desde una perspectiva especial partiendo de unas premisas tradicionales que volteó a su antojo con la intención de desmontar la típica estructura del género negro.
Imagínense que un día van por el bosque y se topan con el cadáver de una niña rubia vestida de rojo. Pensarán en caperucita y en un lobo feroz malvado, entregado a la demencia de agredir a los más desprotegidos por un impulso homicida. Ése, y no otro, es el panorama inicial a resolver por los investigadores, entre los que brilla con luz propia el sagaz Matthäi, un hombre tan concienzudo en su labor que hasta ha recibido un encargo para educar a las fuerzas del orden jordanas. Tiene el billete en su bolsillo y desea ir a Oriente Próximo para ascender en el escalafón y demostrar su valía desde su brillante discreción, la del cumplidor que ama galones invisibles. Sin embargo surgen imprevistos de conciencia en su última jornada en el país de la cruz blanca con fondo rojo. El pobre inspector promete a los padres de la niña fallecida que dará con el culpable, cueste lo que cueste. Las pesquisas se desarrollan con inusual velocidad. Se detiene a un buhonero que confiesa y se ahorca en su celda. Caso cerrado para el archivo, aunque no para el intrépido Matthäi, plenamente convencido que los árboles, un dibujo de un gigante con erizos, una hoja de afeitar y el destino aguardan nuevas atrocidades para las más pequeñas del cantón oriental.

Sabemos de los hechos porque al cabo de los años un conferenciante poco atinado y un antiguo agente, el Doctor H, hablan en un bar de la efeméride, lo que permite descubrir al lector sus pormenores y la desdicha que invadió a un hombre eficiente, fiel para con sus palabras. Jordania podía esperar porque lo importante era escarbar hasta dar con lo profundo del crimen desde una gasolinera, lugar elegido porque las pistas que va recabando Matthäi le llevan a concluir que el asesino se mueve en automóvil y vive por la zona, por lo que fantasea con su llegada para repostar. Quizá lo vea cada día y se saluden con normalidad. Quizá, como casi siempre, aparente ser buena persona disimulando su monstruosidad. Quizá pique el anzuelo preparado por el desquiciado justiciero, quien no ha dudado un solo instante en contratar como casera a la otrora pérfida Séller, elegida al tener una hija de nueve años, rubia, ideal para los cánones del malhechor que le carcome la cabeza hora tras hora.

Manual de psicología obsesiva: Metamorfosis sin escarabajos

Antes del homicidio campestre Matthäi era sobrio y tenia la costumbre de residir en hoteles para no viciarse con la oscura bazofia de sus semejantes. Las paredes de su habitación eran el refugio de un abstemio comprometido con el deber y el bien social. La sangre infantil le transforma en puro nervio alcohólico de coñac que no destruye su sagacidad, pues sus intervenciones para desentrañar la maraña van por buen camino, pero su chip básico ha sufrido una desconexión demasiado importante que le aísla del mundo hasta hacerle perder el oremus en su afán de desvelar el misterio. Usa a las personas incrementando su alienación, llevada al extremo cuando sospecha que Annemarie, la blonda chiquilla de la casera, no asiste a la escuela y prefiere perderse en el bosque, donde espera a un mago que nunca aparece, carne de repetición en la esperanza de pasar página y saciar el malestar con una detención que culmine su búsqueda de tintes imposibles, como casi imposible es el reto de modificar los principios de la novela negra, y en ese sentido es interesante uno de los episodios finales donde se enumeran las posibilidades que darían al texto un aire diferente que desafiara la convención a finales de los años cincuenta. Dürrenmatt era hijo de su tiempo y demuestra poseer una profunda preocupación por los vericuetos de la mente jugando en el mismo campeonato que Michelangelo Antonioni, quien en el mismo año del encargo realizado al escritor suizo empezaba a apuntalar con Il grido, si bien ya apuntó maneras en Cronaca d’un amore, sus teorías filosófico-cinematográficas sobre el malestar del hombre contemporáneo, burgués instalado en un orden apacible que produce desequilibrios hacia una soledad descontenta. La atmósfera de lo sólido no se corresponde con la batalla que el cerebro padece en la posguerra. Fluye el dinero, hay teórica satisfacción, pero las ramas de la felicidad están podridas, por eso una cierta cultura de la época, no tan alejada a la nuestra de fácil consumo y amarga desazón por objetivos inalcanzables sin créditos, debatió mediante la creación sobre el fenómeno del descontento, que en este caso se expresa por una corazonada preludio de una derrota en enmarcada en una senda de ética egoísta con un final, y aquí hay que reconocer el mérito del narrador, sorprendente, golpe de efecto cargado de enfermedad que asimila la pena de Matthäi a un universo moribundo necesitado de algo más que impulsos para renacer y asentarse bajo unos principios que siempre se posponen, un poco como la tan cacareada renovación del género negro, viable si desde la anécdota nos acercamos a las particularidades de cada individuo y tejimos un mapa de detalles que desde lo cotidiano den a la sangre cotidianidad y unas formas que trasciendan lo meramente literario.

Friedich Dürrenmatt, La promesa, Navona, Barcelona, 2008
Traducción y prólogo de Xandru Fernández

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