lunes, 18 de octubre de 2010

Juliet, Desnuda de Nick Hornby en Revista de Letras




La música, el sopor y las nuevas tecnologías: “Juliet, desnuda”, de Nick Hornby
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 16.10.10

Juliet, desnuda. Nick Hornby
Traducción de Jesús Zulaika
Anagrama (Barcelona, 2010)


Uno siempre suele quejarse de lo que no tiene. Vivo en Barcelona, y en ocasiones maldigo mi suerte porque la ciudad me estresa y el tiempo me maltrata, se escurre en una cloaca sin nombre ante la que poco puedo hacer, aguantar y darme pequeños respiros en la montaña para no perder la cordura. Annie y Duncan, protagonistas de la última novela de Nick Hornby, están entrando en los cuarenta y residen en Gooleness, villa costera que a mediados del siglo XX servía para saciar las ansias de distracción de la clase obrera en sus modestas vacaciones veraniegas. Ambos son funcionarios, profesor y conservadora de museo, conviven sin haberse casado y la amargura del reloj se va instalando poco a poco en sus huesos. Él tiene un hobby, una obsesión que ella acepta por amor y pactos que, así empieza la historia, les han llevado a los Estados Unidos para completar la ruta de Tucker Crowe. ¿Tucker Crowe? Pueden caer en la trampa, el realismo de la información casi lo aconseja, e ir directos a Wikipedia. La invención del escritor británico es un músico que en 1986 sacó un disco sublime. Juliet es venerado por miles de fans, y Duncan es su adalid al tener una página web donde se comentan chismes del ídolo, desaparecido tras publicar su mejor obra. Nadie sabe a ciencia cierta qué fue del genio. Quedan los lugares y la veneración, desde mingitorios hasta la casa de la musa que inspiró el gran disco. Annie acompaña a su pareja a lo largo del circuito, pero, de repente, una pulsión interior le da el espaldarazo para romper con la monotonía y aprovechar sus horas en San Francisco. Duncan irá a la famosa casucha apartada del mundanal ruido, meará en el retrete sagrado y optará, o eso cree, por abandonar sus alocadas investigaciones para reencontrarse consigo mismo sin depender de unas canciones.

El retorno al hogar parece confirmar ese cambio hasta que irrumpe lo imprevisto. Annie consulta el correo ordinario y topa con un paquete especial para Duncan: la versión desnuda de Juliet, las tomas del Lp sin los arreglos finales de producción. Lo escucha y se queda igual, aunque su acto es rebeldía pura, una semilla de traición, preludio de ruptura, que no hará sino acrecentarse en el transcurso de las páginas. El profesor vuelve del trabajo, se deleita con la novedad y aprovecha su instante de gloria encabritado porque la persona con quien comparte techo le lleva la contraria y no sabe apreciar la calidad de esas piezas austeras, pilares constructivos de la maestría. Escribe una reseña frotándose las manos. Será la primera, exclusiva mundial de un trabajo inédito del mito. La redacta con precipitación y excesivo candor, como si cualquier acción de su Mesías fuera perfecta. Los adictos a Crowe reaccionan y tiran con bala. Sí, es maravilloso tener otra perla con la que emocionarse, pero el nivel es decepcionante pese a la emoción del hallazgo.

Mientras tanto el inconsciente femenino actúa para romper lazos. La destrucción del mayor vínculo de Duncan ejercerá la justa presión para disolver la insatisfactoria unión de dos seres instalados en el sopor de Gooleness y la mediocridad que impide avanzar. Annie moverá ficha reseñando Juliet, naked, con lo que accionará dos palancas cargadas de cruel veneno. La primera significa irrumpir en el coto privado de Duncan, su foro de fanáticos, mientras la segunda llegará por caprichos transoceánicos. Su crítica es bien recibida en la comunidad por ser ecuánime, sin las típicas frases de repelente niño Vicente que encandilan a la parroquia, tanto que hasta el mismísimo Tucker Crowe se molestará en mandarle un e-mail de agradecimiento porque nota que ella es diferente, un oasis entre tanto vocerío empecinado en pistas inexistentes, detallismo del egoísmo.



El amor y la música: una oda a reconciliarse con el pasado.

A partir de esa efeméride los acontecimientos se acelerarán. Descubriremos que Tucker no es ningún eremita, simplemente vive alejado del mundanal ruido tras abandonar su carrera en un retrete de Minneapolis, superar el alcoholismo, procrear con muchas mujeres de aúpa, ignorar a la mayoría de sus hijos y, finalmente, reposar sin oficio ni beneficio junto a su último retoño. Tiene un don para ser adorado y despreciado cuando el horizonte se aclara. Por eso Cat le ha dejado con una brizna de compasión. Comparen las situaciones en América e Inglaterra. El músico está más solo que la una. Annie también. La diferencia entre ambos es que ella ha decidido emprender una vía de no retorno para mejorar. Duncan tiene una amante a quien transmitir su monomanía y su antigua compañera, a la espera de dominar la brújula, se conforma con correos electrónicos con un desconocido y la esperanza de encontrar suficientes reliquias del verano de 1964 para completar una exposición sobre esa fecha en el museo local. Rolling Stones, tiburones y fotos en el paseo marítimo. Esas imágenes evocan lo miserable de su existencia, lo triste de integrar el rebaño de gente anónima en la insatisfacción de la nada. Su labor se insuflará de energía abocada a la recuperación del recuerdo y de su propio ser, ya que al completar el puzzle del pasado se reconciliará con Gooleness al tiempo que recoge sus propios pedacitos desechos tras quince años de infructuosa relación, un poco como en el caso de Tucker, quien sólo reaccionará al recibir la visita de una de sus hijas, Lizzie, embarazada para hacer más embarazosa la situación.



Hornby sabe qué teclas debe tocar para que el piano ejecute la melodía. La novela anuncia la colisión positiva de los protagonistas. El renacimiento es la clave. Pasar las de Caín para recapacitar y creer en un futuro desprovisto de aristas que aporte una tranquilidad diferente. Lo virtual avanza hacia lo real. Londres, las dudas de la cita, anhelos de amor. Visto así parecerá que el autor de Alta fidelidad ha creado un cuento de hadas. No se engañen. El viejo Nick sabe muy bien las circunstancias de la edad y no concede ni un metro a la fantasía. Muchos comentan el humor que emanan sus obras, la risa que surge de sus ocurrencias, concebidas, algo lógico en un buen narrador, en función de sus intereses, que en esta ocasión quieren abordar el tema de renovarse o morir con la inteligencia de saber que ello no es posible sin hacer las paces con lo pretérito. Las múltiples etapas, los distintos yoes, se superponen, instalándose en el reducto de la memoria. Lo difícil es asumirlas para canalizarlas en el presente, único punto importante que da a la experiencia una razón de ser a través de la comprensión de nuestros errores. Aceptándolos se llega al otro y a la redención de sonreír sin temer al mañana.

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