viernes, 10 de junio de 2011

Décalogo relativo del malditismo en Excodra




Decálogo relativo del malditismo por Jordi Corominas i Julián


El término maldito se usa con demasiada facilidad. A lo largo de este texto desarrollaré varias apreciaciones que en ningún momento pretenden ser definitivas, sólo un bosquejo de una temática confusa que muchos usan alterando su significado para promocionarse con pomposa efectividad posmoderna.

En primer lugar creo que el concepto que nos concierne, observen que me pongo serio y todo, siempre es a posteriori. Cualquier escritor puede ser maldito, sólo la Historia selecciona y determina la identidad de los elegidos. Mi experiencia personal indica que en pleno 2011 la entera sociedad lo es por la calamidad capitalista que nos ha tocado vivir sin que movamos un dedo para derribarla, aunque si nos centramos en lo literario comprobaremos que es un clásico lo de beber, drogarse y lamentarse por tener poca fortuna en el mundillo. No me leen ni me aceptan, estoy perdido, mi obra vale mucho más que la de esos pazguatos con éxito a los que el paso del tiempo suele maltratar hasta caer en el pozo del olvido, que ignora tendencias. La frase sirve y encierra en su esencia una actitud virginal, del que aún no ha toreado bastante en un ruedo difícil, repleto de envidias, obstáculos y mecanismos que sólo valoramos cuando hemos penetrado en el interior de la bestia y tenemos una mínima seguridad de dominio en los procedimientos para publicar, difundir y explicar nuestras creaciones.

Sin embargo, los hombres adoran lo anómalo porque están cansados de su propia monotonía existencial. Ése, y no otro, es el motivo que genera atracción por lo maldito, sin que la mayoría sepa muy bien que significa, pues lo que consumimos se basa en etiquetas forjadas a lo largo de muchos decenios con unas premisas esenciales que desgranaré a continuación en forma de mandamientos elementales.
El primero es la muerte. Aquiles fue el fundador. Morir joven y dejar un bonito cadáver es garantía de inmortalidad. James Dean, Jim Morrison, Jean Vigo, John Lennon, Joan Salvat- Papasseit, Francisco Casavella, Dylan Thomas, Jack Kerouac, Egon Schiele, Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Kurt Cobain, Mariano José de Larra, Alejandra Pizarnik. Esta categoría es de un hipócrita subido apto para adolescentes e idealistas que prefieren no esforzarse en exceso en el intento de adaptar su mente a la idolatría. Sí, gran parte del elenco mantuvo un nivel artístico más que notable, pero su fama se debe a lo prematuro de su óbito, que dispara la magnitud hasta una escala inaudita que provoca arcadas en los que conocen la verdadera trayectoria profesional de los implicados. Lennon fue enorme durante los sesenta y en la década posterior fue una caricatura de sí mismo eclipsada por Paul McCartney, a quien crítica y público valoraban como el único Beatle en la brecha. El asesinato de su otrora socio conllevó un cambio de opinión mundial que hizo del compositor de Eleanor Rigby un paria con fama de blando, afirmación cretina que ninguneaba su decisiva aportación en el período más brillante del cuarteto de Liverpool. Otro claro ejemplo seria el de Joan Salvat-Papasseit, reconocido sólo tras expirar a los treinta años con su postrer libro protegido bajo la almohada. Las sepulturas contienen semillas de horrenda celebridad al no poder ser disfrutada por los vitoreados.





El segundo postulado es harto comprensible. Hay individuos que se avanzan a su época. Arthur Rimbaud fue uno de ellos. Escribió sus poesías en el tránsito hacia la edad adulta y luego se esfumó en lo que constituye la parte más interesante de su andadura en este planeta. Pisó lugares ignotos para el hombre blanco, padeció las de Caín y murió en el fracaso del bautizo para contentar a su familia justo en el instante que algunos literatos parisinos empezaban a valorar su fenomenal fuerza vanguardista, preludio de tantas cosas futuras. Oscar Wilde se le equipara por otros motivos. El bufón dejó de ser gracioso y pagó su condena.



La tercera norma navega en aguas turbias. Deberíamos redefinir el concepto bohemia, porque hoy en día cualquier ser que salga un martes o un jueves goza de esa condición. Desde mi modesto criterio el único que merece tal apelativo fue Giacomo Casanova, que no fue maldito porque si bien se quejó nunca bajó la cabeza ante la adversidad. Viajó, inventó y logró el enorme hallazgo de ser pionero en explicar su experiencia vital sin solemnidad, narrando para ser entendido para y desde la cotidianidad. Sus sucesores depositaron intestinos e hígados en una urna legendaria con múltiples rostros y establecimientos con bebidas espiritosas que a lo largo del Ochocientos cimentaron una reputación que respiraba perdición por cada poro del cuerpo. El siglo XX repitió axiomas desde la decadencia. No crean, tuve mi temporada dedicada a devorar la divertida narrativa de Charles Bukowski. Terminaba uno de sus manuscritos y al instante sentía la necesidad de comprar otro. La fiebre pasó y aprendí. Las mujeres, el vino y los hipódromos son mejores en la realidad. El sueño de idealizar produce despersonalización.





La cuarta premisa no es tal. ¿Saben? Hay malditos muy dignos, y lo son porque nunca se bajan los pantalones ni renuncian a sus principios, es decir, su actitud no es la antesala de la inserción en el mainstream. Charles Baudelaire era un dandy avant la lettre que mantuvo relaciones extramatrimoniales con una prostituta mulata con ostensible cojera que en nada le ayudó cuando fue denunciado por sus Flores del Mal, madre de toda la poesía moderna. El francés paseaba por los Campos Elíseos con elegancia, sin plantearse siquiera que el mañana lo juzgaría con ojos desviados. Era un burgués que asistía a los salones de arte y publicaba sus impresiones en libros y revistas. ¿Lo ven muy maldito? Su único pecado en el París de 1850 fue dejar caer el laurel en el barro en las estribaciones de un burdel. Humanidad, coherencia. Jaime Gil de Biedma entra en esta categoría por otros motivos. Nunca cejó en su empeño lírico, que podía simultanear con sus correrías nocturnas y el despertarse para ir a la Rambla a cumplir su cometido en la compañía de tabacos de Filipinas. Cumplía, creaba y follaba sin ver alteradas sus dinámicas, como Diógenes en su barril.



Por supuesto no hay quinto malo, y al situarlo en la mitad del decálogo huele a importante. El maldito no nace, lo hacen. Quien se atribuya sus cualidades será un desgraciado que merecerá recibir quilos de tomate en la cabeza por sus pretensiones. Etiquétese este razonamiento en la pueril creencia de querer comerse el mundo sin haber captado con absoluta corrección sus coordenadas. Algunas generaciones muy presentes en la actualidad se irán a pique por su comodidad al vender lo que no es y simular rebeldía cuando sólo aspiran a ingresar en la órbita cultural de la seguridad, aceptación de mercadillo, palmaditas en la espalda.


El sexto punto es una excepción. Algunos autores no son misántropos, simplemente detestan la hipocresía que les rodea. J.D. Salinger era rarillo, nadie lo duda. Su malditismo radica en rechazar las normas impuestas una vez consumado el triunfo supremo de ser reconocido y admirado hasta los topes. Se inmiscuyeron en su privacidad y renunció a presentar sus relatos y novelas. Le bastaba con escribirlas.


El resto era pura parafernalia y cinismo más que prescindible.



El séptimo pilar del castillo viola parte de los anteriores sin ser paradójica. Algunos artistas luchan por el éxito y saben esperar la ocasión para que se valore su precedente trabajo. Les demoiselles de Avignon de Pablo Picasso generaron estrépito negativo entre sus amigos, felices por criticar la genialidad del malagueño, que finalmente cumplió las predicciones y se asentó en el Olimpo de la pintura. Hay otros casos parecidos, entre los que cabe mencionar el de James Joyce y hasta si me apuran el de Enrique Vila-Matas, quien tardó más de una década en ser reconocido por su prosa única e inimitable.


El octavo capítulo se relaciona con obras o actitudes políticamente incorrectas en su período histórico. En 1969 Jim Morrison se sacó el pene en Miami y ahora quieren perdonarle porque no se estila arremeter contra bestias aceptadas. Lo contrario acaece con Petronio. Vivió en el siglo I, publicó el Satyricon y nadie puso el grito en el cielo porque la bisexualidad formaba parte de la rutina romana. Retrocedemos como los cangrejos y creemos tener más libertad por vulgaridades léxicas y arrojos pestilentes de bazofias con supuesto carisma. Ya lo decía mi querido Salvat-Papasseit: escopiu a la closca pelada dels cretins.




El noveno y el amor. Nadie se acuerda del pobre Alfred de Musset, y es una pena. Su romance con George Sand le hundió en la miseria interior, y lo mismo sucedió con el pobre Chopin, que para más inri era proclive a la enfermedad, otro valor en alza en esto del malditismo. Cesare Pavese y su suicidio en el Hotel Roma de Turín también forman parte de la saga por mucho que sus defensores no suelan defender la elegancia de un intelectual comprometido.

Punto y final. El diez es póstumo y duele. Las librerías rebosan de papel, los críticos establecen cánones irrefutables que encajan con el sentir del siglo. Los escritores se llenan la boca con obras inmortales que nunca han leído, la vacuidad se estila y sella la muerte del malditismo.

No.

Las buenas abejas siempre trabajan preparando su panal. Quizá no afloren a la superficie, quizá no luzcan tanto en saraos y presentaciones. Pero están ahí, y surgirán. Se lo aseguro.

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