sábado, 14 de julio de 2012

Las novelas tontas de ciertas damas novelistas en Literaturas.com




Las novelas tontas de ciertas damas novelistas de George Eliot, por Jordi Corominas i Julián



Las cosas, por mucho que nos empeñemos, cambian de uvas a brevas. Recuerdo mis paseos de hace más de una década, y no sé porqué, pero mi memoria ha retenido varios quioscos que siempre se cruzaban en mi camino. Uno estaba en la Via Panisperna de Roma. La mujer que lo regentaba esperaba con paciencia que los clientes compraran periódicos y revistas, bien visibles a ambos lados del establecimiento. En los laterales destacaban un montón de novelas de vaqueros y amoríos que esperaban su hora. Acumulaban polvo porque su tiempo, o eso creía quien escribe, ya había pasado. Obviamente su éxito no era el de tiempo atrás, aunque a buen seguro aún tenían su público, pues siempre lo han tenido, al menos mientras la sociedad no fue digital y las diferencias de género y educación eran más notorias, un peligro que ahora amenaza con volver.

El ocio lector contemporáneo y su oferta para propios y extraños dio sus primeros pasos en la Inglaterra victoriana, el reino de la doble moral donde la realidad había de ser ficción para propiciar una neurosis más cuerda que reprimiera los impulsos. La época, y así sucedía en toda Europa, no aceptaba a las mujeres como escritoras de postín. Mary Anne Evans fue una de esas féminas que debieron adoptar un seudónimo para poder desarrollar una carrera de prestigio en las letras. Su fama no se extinguió con su siglo, aún hoy en día Martin Amis y otros ilustres nombres consideran algunas de sus novelas como lo mejor que se ha escrito nunca en el Reino Unido. Se convirtió en George Eliot y deslumbró con su prosa hasta Virginia Woolf, quien la consideraba una de las pocas autoras dignas de merecer consideración en el Ochocientos británico.

Las novelas tontas de ciertas damas novelistas es una novela que confirma con creces tal impresión y que seguramente surgió de la rabia de Eliot por la mediocridad de un cierto tipo de literatura destinado a paliar el aburrimiento de algunas damiselas postradas en su hogar. La fórmula, ya lo hemos visto, es inmortal y cosechará fortuna mientras se quiera embaucar al género femenino con un mundo inexistente que alienta sueños y provoca golpes duros, de excepción.

Es lícito imaginar a cualquier señora de clase alta, el analfabetismo entre el proletariado era más que considerable por aquel entonces, leyendo esas novelillas con el corazón en un puño. Eliot critica la enajenación de esos textos con habilidad y ejemplos clarísimos, como cuando transcribe las palabras de un niño de cuatro años que parece hablar como Lord Nelson o Benjamin Disraeli, con vocablos elevados de una pomposidad infumable. Asimismo los tópicos en la trama y en la caracterización de los personajes eran constantes, desde la mención a los clásicos grecolatinos al uso de unos adjetivos determinados, invariables sin importar la firma del texo, rúbrica que en este caso si reconocía el sexo, lo que incrementó la ira de la ensayista, feminista avant la lettre que juzgaba el publicar una responsabilidad moral, algo aplicable también a los hombres y a nuestro país en la actualidad, donde el mercado vive inundado por una absurda proliferación de libros que contrasta con el escaso número de lectores reales de los mismos.

Por otra parte Eliot reivindica a la mujer desde la calidad, de ahí su enfado con esos volúmenes de alienación y estupidez. Mary Anne Evans fue una mujer que supo vivir su existencia con una insólita libertad para su época, y eso fue fruto de su criterio, que siempre es capacidad de discernir hasta consolidar una serie de elecciones. Es muy fácil decir que uno/a es escritor/a, otra cosa es serlo, y por lo que se ve la tontería no es algo que sólo nosotros hayamos fomentado. El interés monetario y el control, la sumisión de un dominio masculino que se presumía eterno, seguramente ayudaban a la creación de tales boberías. El arte según la autora del pequeño y precioso volumen editado por Impedimenta merecía llenarse con elementos adecuados: observación genuina, humor y pasión. Cualquier otro intento estaba condenado al fracaso de esas patéticas novelas tontas, cultura popular para el engaño de una masa selecta encadenada, prosa mezquina y ligera que en su testamento no dejó herederos a sabiendas que recoger su testigo es pan comido que proporciona pingües beneficios comerciales. Bridget Jones, Sexo en Nueva York y otros productos, como bien expone la traductora Gabriela Bustelo en el prólogo, lo demuestran con holgura.

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