miércoles, 5 de febrero de 2014

El hombre aproximado, de Tristan Tzara




El hombre aproximado, de Tristan Tzara
Tristan Tzara, El hombre aproximado, Madrid, Cátedra, 2014
Edición bilingüe y traducción de Alfredo Rodríguez López-Vázquez


No seré quien descubra la impresionante la labor de Ediciones Cátedra para con la poesía. En estos últimos meses sus títulos me han proporcionado varias alegrías como lector y crítico que considera fundamental recuperar la tradición finisecular del Ochocientos que enlaza, como toda naturaleza que evoluciona, hasta llegar a las vanguardias del primer tercio del siglo pasado.

La primera piedra positiva de este camino fue la edición, más que necesaria, de la poesía completa de Laforgue, un poeta que hasta ahora sonaba demasiado a anécdota pese a que tanto Cátedra como Pre-textos habían editado alguna de sus obras. La publicación de todo su corpus lírico es una magnífica oportunidad para redescubrir a un bardo ingenuo que, sin embargo, apuntaba con sus versos una serie de detalles, desde la ironía hasta la mezcla de lenguajes, que serían bien recibidos por muchos de sus alumnos indirectos, como T.S. Eliot, quien siempre se declaró admirador del francés que cantaba, además de amores y delirios, la injusticia de las clases más desfavorecidas, retratos que hoy en día contienen, además de un indudable talento, valor de testimonio rotundo de un tiempo y un lugar.

La segunda llega con 2014 y es la edición de El hombre aproximado de Tristan Tzara. El padre del dadaísmo fue un excelente poeta que, a diferencia de André Breton, pasó por la vida sabiendo que su ímpetu rompedor no era un futuro sillón en la Academia o una estatua de bronce. Esa discreción fue un rasgo de estilo en un hombre que mediante un trabajo constante supo sentar las bases de una revolución con la que me siento en deuda, entre otras cosas por su teatro poético y porque creo en la indudable necesidad de saber leer el tiempo donde uno vive para poder rebasar sus límites e inaugurar novedades que tengan solidez.

Tzara, que tomó su nombre de Corbière y el apellido de la tierra, fue más allá de Dadá porque no era dogmático como otros y sabía que desde un punto de partida se avanzaba desde una dirección que abría múltiples vías. De Zurich llegó París y nunca se renunció al origen, que se mantuvo por esencia y se transformó porque, como ya dijo Heráclito, no nos bañamos dos veces en el mismo río.

Quienes lo hacen a sabiendas corren el peligro de repetirse hasta agotar un discurso. Por suerte este no fue el caso de nuestro protagonista. El hombre aproximado, que antes de su publicación definitiva vio la luz en varios sitios durante el período comprendido entre 1925 y 1930, es un poemario que Alfredo Rodríguez López-Vázquez considera que no podemos juzgar épico, y aquí habría mucho que matizar, entre otras cosas porque desde mi punto de vista la épica no puede contextualizarse desde una óptica tradicional si hablamos del rumano y de cierta modernidad, de hecho mientras leía sus versos pensé que este libro de Tzara, con mucha más elegancia, es un precedente indirecto de Howl de Allen Ginsberg.



¿Por qué? Hay una voluntad de captar el mundo y reflejarlo desde una especie de inacción que propicia la niebla mientras se espera. Asimismo los largos versos de Tzara, que podrían recordar desde otros parámetros a ciertos poemas de Cendrars, tienen algo de salmo con una clara intención de transmitir el mensaje. Si El hombre aproximado fuera un poema norteamericano sería considerado como una especie de quintaesencia, pero como no es así ocupa un lugar de lujo, como si fuera una especie de secreto entre adeptos que descubren en sus páginas un surrealismo puro que propicia una profusión de imágenes que no discuten con el significado.

Por eso también pienso en la épica, por eso y porque creo que aquí la cotidianidad lo es, porque discutirla, plantearse su mansa normalidad va por esa línea, sobre todo si se nada en una constancia que desdibuja lo manido para reivindicar diferencia. Dice el primer canto que las campanas doblan sin motivo y también nosotros. La falta de rumbo, lo irracional de cualquier acción humana, es la palanca que acciona un viaje donde uno siente como se cierne una amenaza donde la pesadilla parece un trazado aceptado desde una rutina que la transforma en invisible. De ahí surge una doble ignorancia que impide la metamorfosis personal, no eres lo que sabes, y la colectiva, aplazada hasta que el horizonte te despeje con una lenta hornaza que catapulte un nuevo panorama.

Mientras eso no suceda sólo queda una espera que es una perpetua observación del universo desde espacios mínimos, de las putas de la calles a violencias que parten de un supuesto absurdo, hasta lo indefinido que todo abarca mientras se teje un amor y se circula por una serie de vías siempre obturadas, pequeñas cárceles de la libertad por culpa de un conformismo que ha cubierto el cielo, nuestra propia existencia, de un polvo pompeyano que nubla la esperanza y prolonga el letargo.

La contundencia del verso de Tzara es una invitación a dejarse llevar por su brillantez, exprimida en diecinueve cantos que son uno, continuidad en la pausa, falsa fractura del tempo desde una suite donde se expone una visión, un proceder y la defensa de una forma que demuestra, otra vez más y con el ejemplo del maestro, que el surrealismo sólo es exceso de realidad, un arma inigualable para hablar de la misma a través de metáforas que son reflexiones donde se conjuga la potencia visual y una dura argamasa temática, impacto de coherencia, victoria lírica, monumento que es una fuente inagotable de aprendizaje para los que llegamos tarde a ese momento de la Historia de la Cultura.

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