sábado, 16 de agosto de 2014

España en la Gran Guerra, de Fernando García Sanz



España en la Gran Guerra, de Fernando García Sanz, por Jordi Corominas i Julián
Fernando García Sanz, España en la Gran Guerra, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014

Siempre he pensado que el sistema educativo español propicia que el ciudadano cultive una ignorancia supina sobre la Historia reciente de su país. La calle puede llenarse de gritos rabiosos en los que suele faltar una verdadera revisión del pasado. Resulta más que curioso el silencio sobre el principio del Novecientos, cuándo el contexto propició situaciones que hoy en día se repiten, con los lógicos matices de cada situación, con apabullante matemática.

No dedicaremos estas líneas a glosar las similitudes entre el declive del sistema de la Restauración con lo nacido tras la muerte de Franco. Sin embargo, choca que se hable tan poco de lo acaecido durante la Gran Guerra en nuestro territorio. Fernando García Sanz lo intenta sine ira et studio en un ensayo bien estructurado que acerca la temática a partir de sus puntos clave.

La situación del país al estallar la contienda no era la más propicia para intervenir en ella. El desastre del 98 y los fracasos del primer decenio del siglo XX, con el magnífico colofón de la Semana Trágica de Barcelona y las frustraciones marroquíes, no invitaban a entrar en el conflicto. Desde un primer momento la opinión pública se dividió entre germanófilos y aliadófilos. El 19 de agosto el Conde de Romanones publicó sin firmar su famoso artículo Neutralidades que matan, donde apostaba claramente por la opción que representaban Francia, Inglaterra y Rusia.





Las potencias enfrentadas consideraron a la Península Ibérica como un espectacular campo de operaciones tanto en lo geográfico como en lo económico. La inmensidad de sus costas se revelaba idónea para la innovadora guerra submarina, así como base de operaciones en el Mediterráneo y el Océano Atlántico. Las reservas naturales de España se consideraban fundamentales por la abundancia de materias primas útiles. El autor del volumen no exagera al mencionar la trascendencia de la pirita y el wolframio español para la suerte de las hostilidades. En este sentido los aliados llevaron las de ganar, pero todas estas acciones no eran posibles sin la creación de una amplia red dentro del territorio nacional.

En esos momentos, eran poco los extranjeros residentes en la piel de toro, hombres que desde su cotidianidad se plegaron a las órdenes de sus embajadas, empeñadas en tejer una red de espionaje que posibilitara conocer cualquier movimiento digno de ser considerado. Los alemanes se llevaron la palma en el empeño. La población teutona creció como por arte de magia y su control se extendió con pasmosa facilidad mediante infiltraciones en todos los ámbitos sociales. Eso, como por otra parte es bien comprensible, implicaba la participación de españoles en la tarea, hombres y mujeres de toda clase y condición esparcidos en mil y un lugares a la búsqueda de informaciones que justificaran su cometido.



Si los germánicos llevaron la iniciativa, sus rivales sólo se quedaron atrás hasta cierto punto. Pese a ello les costó horrores aplacar el dominio del águila en los mares, donde los submarinos no tuvieron piedad alguna con navíos y buques españoles, lo que comportó en más de una ocasión serias crisis diplomáticas entre el gobierno de Alfonso XIII y las fuerzas aliadas, quienes desconfiaban de una verdadera neutralidad en medio de lo inestable de la política del período, donde los cambios ministeriales y militares estaban a la orden del día y enmarañaban más un tablero ya de por sí complicado.

El conflicto marítimo es una de las claves que articulan el libro del director de la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma, algo visible en la abundancia de datos relativos a Italia, inferior a los demás contendientes pero con un interés fortísimo en asegurar su red española, centrada, como sucedió con los demás implicados en la partida, en Madrid y Barcelona.

Cada año propiciaba variaciones internas y externas. El curso de los acontecimientos españoles era una constante fuente de problemas. Si el país era un nido de espías, prolongado tras el armisticio, no era extraño que el rey pensara que la triple crisis de 1917 estuviera ideada por elementos que hacían de España un lugar que escapaba a su control porque los extranjeros eran capaces de mover los hilos con una soltura imposible de evitar. Los sucesos militares, políticos y obreros de ese año tuvieron participación foránea, aunque, lo expreso desde mi modesta opinión, respondían a factores macerados largamente que se precipitaron por la conflagración, enriquecedora de pocos, fuente de precariedad para muchos y letal a la hora de incrementar los desequilibrios de una sociedad enferma que derivaba hacia la agonía.



Alfonso XIII quiso vender su papel de mediador en el conflicto para hacer de Madrid la capital de la paz mundial. Su envite era absurdo porque, efectivamente, poco o nada podía regir de su corona. Los periódicos estaban a sueldo de las potencias y manipulaban la información para que los lectores y la órbita del poder plantearan debates favorables a uno u otro bando. Pese a ello da la sensación que ni los aliados ni Alemania tuvieron claras las preferencias españolas. En 1916 existió la posibilidad de entrar en guerra con Francia, Inglaterra y Rusia, pero sus peticiones, donde Marruecos era esencial, no fueron bien acogidas. Se lograron muchos acuerdos con la triple entente, pactos que no paraban el desdén y las dudas. El país respondía impotente a las violaciones marítimas de los teutones, y sólo al final, cuando la derrota del ejército imperial parecía irreversible, hubo algo de dureza en la posición del gobierno para con la arrogancia germánica.

Cuando todo terminó la ingenuidad volvió a triunfar. España pensó que recibiría una silla en la conferencia de Versalles, vana ilusión, porque Wilson podía charlar sin que ello supusiera ningún beneficio por el esfuerzo realizado en favor de la causa ganadora.

El ensayo de García Sanz es preciso en su desarrollo, disecciona con orden el laberinto y sabe contar historias que desencorsetan el tono académico. La historia del comisario Bravo Portillo, a sueldo de los alemanes en Barcelona, es digna de una novela. Denunciado por el mítico anarquista Ángel Pestaña fue asesinado en 1919 en lo que puede considerarse como el inicio de los años del pistolerismo en la Ciudad Condal, preludio de otra suma de malestares que culminó con el pronunciamiento de Miguel Primo de Rivera y el adiós a una democracia insalubre que dio paso a siete largos años de dictadura. ¿Fue consecuencia de la Primera Guerra Mundial en España? Sí, pero esa ya es otra historia. 

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